viernes, 5 de septiembre de 2008

1.2 Recuerdos de porcelana

Una amiga no juzga, corrige con caridad.
Siempre se pone al teléfono, aunque esté haciendo la comida.
Con una amiga no te casas. . .
Por eso sabe comprender que no siempre estés disponible.
Una buena amiga, sigue siéndolo. . .
Aunque solo os veáis una vez al año cuando sale el arco iris.
Una amiga siempre es un tesoro, aunque permanezca escondido en el recuerdo


1.2 “ RECUERDOS DE PORCELANA”

Al pasar los días, seguía recordando a mi extraño amigo. Pasaron meses antes de volver a verle de nuevo. Mientras tanto, ya había vuelto a caer en la profundidad de una de las típicas recaídas que me acosaban desde hacía muchos años, sin demasiada justificación, pero que me hicieron una experta en levantarme de ellas, mejorando durante unos meses para recaer cada vez con más violencia. Este tiempo, de melancolía, de falta de conexión con el mundo que me rodeaba, (que hoy tiene una explicación medica), pero que en aquel momento desconocía, me exasperaba, y me hundía más y más en conflictos internos que no podía explicar, pero que influían en mi carácter y me vapuleaban haciéndome sentir culpable de ser distinta. .
Arropada siempre por mi familia, que solo deseaban verme sonreír, y especialmente por mi madre, que pasaba largas temporadas conmigo, cuidándome por ser su hija pequeña, aunque ya casada y con tres hijos.
Como las buenas madres, gran persona, chapada a la antigua, ha vivido sin cerrar el capitulo de la guerra de España. Las penalidades económicas de la posguerra, sus miedos a tanto libertinaje como veía en la actual sociedad, y la añoranza de un gran amor por el único hombre de su vida, con quien hablaba a solas, aunque hace ya mucho que partió de su lado, Con gran generosidad, se entregaba a la tarea de cuidar de mis hijos, cuando yo podía trabajar fuera de casa y siempre que se lo pedía.
Aquella tarde, sin descubrir el gran desasosiego que me inundaba, Y sin preguntar dónde iba, como siempre se alegro de que le dejara a los niños para que yo me escapase.
Comenzaba la primavera tímidamente, tras unos días de lluvias. Aquella tarde la temperatura era agradable, el Sol acariciaba mi rostro y una tenue brisa acompañaba a mis pasos en el caminar a ningún sitio. Estuve paseando mucho rato, atravesando calles que no conocía, cruzándome con mucha gente, a las que apenas miraba. Jóvenes a los que veía reír y hablar animosamente en torno a los bancos de las placitas. Otras la mayoría, andaban aprisa como yo. Metidos en sus pensamientos, sin apenas mirar a los lados.
Algunos niños jugaban en los pequeños jardincillos de una tranquila barriada de casas unifamiliares. Más adelante en una plaza circular con ladrillos y cerámicas sevillanas se levantaban elegantes unas farolas de hierro forjado y unos bancos a juego pintados de negro, que reposaban los recuerdos de un grupo de personas mayores, que aprovechando los últimos rayos de sol, de aquella hermosa tarde, comentaban las últimas noticias de los periódicos.
Pase junto a ellos despacio, fijándome en sus rostros serenos y recordé por un momento a un viejo amigo que conocí de forma casual en la Navidad pasada.
Continué en la misma dirección, hacia las afueras por una vieja carretera en desuso, sombreada por una fila de cipreses y otros árboles de troncos robustos, que hacían parpadear al sol en este paseo hacia no sabia donde.
Solo quería andar, huir sin saber bien de que. Quizás del ruido de coches y esos otros rumores que tienen las ciudades. Ruido de nada en concreto y de muchas cosas a la vez. Un ruido incesante de voces humanas, tubos de escape, músicas varias y motores que nos dice que allí se vive.
Sin pensar en nada, un vagar solamente, me alejaba de todo.
Miré el reloj solo eran las seis, unas nubecillas claras empezaban a teñir el lienzo del cielo de colores pasteles, que iban del celeste al violeta pasando por tonos rosados y grises claros, difíciles de plasmar por los hombres.
Me pareció que el mismo Dios se divirtiera con sus pinceles y acuarelas y de forma inexplicable a muchos kilómetros del mar, podía ver en el cielo la estampa de una puesta de sol en una playa.
El leve movimiento de las nubes dibujaban algo así como una cascada y un mar sereno. Por encima de ellas, los últimos rayos difuminaban luces doradas que hacían brillar la tarde. De soltera había vivido otras muchas puestas de sol; Mirando sucesiones de color, como aquella: cada día y a cada momento distintas. Mientras soñaba despierta (ausentándome de mi realidad presente) con lo que sería mi vida. Ahora estaba casi en la misma situación, solo que ya no era una adolescente.
Frente a mí, se elevo el viejo puente de hierro, donde daría por terminado mí camino....
Solo era un viejo pero majestuoso paso, sobre el rió Guadalquivir. Que recordaba con la herrumbre de sus arcos tiempos austeros, de una época lejana. Había oído relatar a mis mayores que el año que yo nací hubo una gran riada y el abandono en el que se encontraba, debió ser una de sus consecuencias.
El viejo puente había sufrido grandes daños y pronto levantaron a pocos kilómetros de él una nueva estructura mucho más ancha y moderna. Sin embargo aquellos hierros mohosos, con forma de media circunferencia a cada uno de los lados de la carretera, de una altura y magnitud considerablemente grande, me ofrecía una tranquila acogida en aquella tarde primaveral.
Parecía que estuviera allí esperándome hace muchas décadas.
Sin demasiado respeto por mi vida, me senté al borde, dejando colgar mis piernas, mientras apoyaba mi barbilla y mis brazos sobre una de las barandas.
Muchos metros por debajo, el agua corría mansa.
De vez en cuando algún pez provocaba círculos que se iban haciendo cada vez mayor hasta fundirse con otros. Así pase algún tiempo sin pensar. . . solo sintiendo aquella paz, con olor a eucalipto y flores silvestres que tapizaban las orillas de un verde intenso, de juncos y cañas que se mecían a un suave compás sin apenas moverse.
Poco a poco, empezaron a llegar los recuerdos, como si hubiesen venido corriendo tras de mí.
Como queriéndolos dejar pasar sin fijarme en ellos, busque en los bolsillos de mi gabardina la cajetilla de tabaco sin dejar de mirar el cielo; al que ahora lo veía bajo mis pies, reflejado a lo lejos en aquellas tranquilas aguas.
Lo olvide. ¡Mejor!, Debería dejar ya de fumar. Mientras el paisaje me absorbía, y me hacia sentir parte de él, mis músculos comenzaron a relajarse.
Los pensamientos iban y venían indecisos, tal que parecían no depender de mi voluntad....con la sensación de sentirse rechazados.
Las imágenes cada vez más sosegadas, me llevaron a un tiempo bastante lejano de mi presente: mis años de estudiante, mis primeros encuentros con el amor, mis grandes fracasos y las utópicas ilusiones de una joven en los años setenta.
A esa edad siempre soñamos que nos comeremos el mundo, después tenemos que ingeniárnoslas para no ser comidas por él.
Hacia tiempo que no me detenía a pensar....
El ajetreo de mi nueva vida: el eterno estar alerta con mis hijos pequeños, los quehaceres de mi casa y el resto de cargos, en los que me había comprometido con la sociedad; Habían anulado esa parte de mí, tan interesante en la que me hice mujer, junto a muchas personas que influyeron e intentaron educar mi ímpetu y desasosiego interno, no se si con mayor o menor acierto.
Como en un ataque de rebeldía, ante lo que creía que el mundo esperaba de mí; permanecía inmóvil, como parte de aquella rivera, soleada por los últimos rayos, que chocaban contra mis párpados que permanecían abiertos, cegándome por instantes.
Seguí divagando entre las escenas de mi pasado como si buscara algo en concreto. El recuerdo de mis amigas del internado se fue haciendo más nítido y me pareció volver a recorrer los inmensos pasillos de mármol blanco y la enorme escalera que separaba los dormitorios del estudio.
En sus fríos y relucientes escalones, me gustaba sentarme y tener largas conversaciones con Antonia. Entretenidas en discusiones sobre la existencia de Dios y la defensa de los filósofos griegos.
Ella, no dudaba de la existencia de un ser “principio o causa de todo lo creado”. Pero no entendía que ese Dios siendo tan inteligente, no hubiera caído en la cuenta de lo que el hombre podía hacer con sus dones preciados: ”la inteligencia y la libertad”.
Siempre tras sus exposiciones magistralmente explicadas, yo le llevaba la contra. Aun hoy, más de veinte años después cuando nos llamamos puntualmente no logramos ponernos de acuerdo en nada, pero eso no resta cariño, ni respeto entre nosotras.
Muchos recuerdos de días y noches compartidas con afanes e ilusiones que quizás aun ninguna de las dos conseguimos hacer realidad.
Aun puedo sentir, el frió... que recorría mi espalda, en las madrugadas, de invierno, con el ruido del viento en las contraventanas de madera oscura y el arrullo del follaje de los enormes árboles del viejo jardín de aquel antiguo colegio salesiano.
En los tiempos de primavera era distinto, al abrir las ventanas entraba el olor del azahar de la huerta de naranjos. Pero Noviembre se endulzaba con la promesa de una queimada gallega, (que nunca llegue a probar) Promesa de mi madrina Azucena, que nos metía el miedo en el cuerpo recordando las historias de “meigas” de su tierra. Con una morriña, que nos daba envidia, a las desarraigadas como yo.
Azucena y alguna otra de nuestras 25 compañeras gallegas, lo intentaban, con tal firmeza, que yo recuerdo imaginar los harapos con que suponía irían vestidas las viejas brujas gallegas, que bailaban en torno a fogones y calderos en medio del bosque frondoso y húmedo de aquella tierra, que me hicieron querer, sin haberla visto.
Pronto las nostalgias de nuestros hogares dispersos por toda la geografía española, desaparecía para reír con ésta y Teresina una catalana que hablaban mientras dormían y cada una lo hacia en su dialecto, hoy lenguas oficiales.
Por las tardes, después de merendar un pequeño grupo paseábamos por los pasillos asfaltados de albero del jardín y rezábamos el Rosario en la placita bajo el Tilo. Una pequeña imagen de la Virgen del Roció guardaba el jardín y recibía las florecillas que las alumnas dejaban a su lado, mientras paseaban por él.
Otras veces subíamos al viejo salón de actos, en el que aun quedaban las viejas cajoneras, que cubrían completamente una de las paredes y en las que mirábamos con curiosidad haciendo cábalas sobre los primeros residentes: Unos frailes de no recuerdo que orden que construyeron y habitaron aquella gran casona del siglo XVIII, en el que ahora estudiábamos nosotras.
Última foto, que me envió Noni de nuestro antiguo colegio.
Se ve que alguien limpio antes de que llegáramos pues nunca a pesar nuestro, encontramos cosa de interés. A excepción de enormes velos de araña, que acunaban en su difícil postura a las bandadas de murciélagos que salían revoloteando apenas llegábamos con nuestras risas.

Por las noches cuando según el horario de las profesoras deberíamos apagar luces; un pequeño grupo salía sigilosamente al cuarto más retirado de la profesora de guardia. Nuestro cuartel de tertulias piratas.
La faena del día era sagrada y casi siempre irrepetible. A mediados del curso; teníamos al consejo escolar, haciendo horas extras para velar por el dulce sueño del resto del alumnado unas 200 chicas entre 14 y 20 años.
Siempre eran cosas divertidas, petacas, pijamas cosidos objetos u animalitos del jardín entre las sabanas, bigotes de betún, cubos sorpresa de agua helada sobre puertas entreabiertas, y un largo etc.
De vez en cuando, también nos tocaba recibirlas y otras pura justicia del destino, pagamos con creces nuestras brillantes ideas.
Por ejemplo una ocasión en que Leonor que tenía mucha facilidad para la risa jocosa y era bastante despistada, quito durante el día el somier de la litera de arriba volviendo a colocar colchón, sabanas y mantas en la misma posición, de tal suerte que fue un día apretado de preparación de exámenes, y turno de comedor, que la dejo agotada. Y yéndose a acostar pronto, sin recordar lo que había hecho a primera hora del día, a pesar de caerle justo encima.
Alfonsina, tardo en venir, pero llego antes de apagar las luces, entra alocada como siempre y saltó sobre su litera, sin darnos tiempo a reaccionar, a Guadalupe y a mí, que también habíamos olvidado la broma de ese día.
De pronto 80 kilos de “maña” volaban por los aires sobre la cama de Leonor, quien del susto se nos quedó casi sin respiración. Y al reaccionar solo decía: “mala cabeza, mala cabeza la mía”.
Estos recuerdos me volvieron a hacer sonreír, a pesar de la nostalgia que me había llevado hasta ellos. Fue este tiempo, uno de los mejores de mi vida. Un tiempo rico en maduración, y en experiencias que de alguna forma marcaron mi forma de ser y de tomar la vida.
Una oleada de aire frió recorrió mi espalda y me hizo desconectar de aquella evocación.
Con los ojos húmedos y una sonrisa amarga en los labios, una pregunta en mi interior acelera la cascada de lagrimas contenidas:
¿Dónde fueron todas mis amigas?....
¿Por qué ahora me sentía tan sola?.
Sin querer dar más tiempo a este escucharme, recordando únicamente los propósitos de aquel joven grupo de chicas, del que había formado parte, me incorporé y ceñí la gabardina a mi cintura dispuesta a coger de nuevo las riendas, a volver a luchar por sacar lo mejor de mis circunstancias.
Volví a mirar el sitio, donde inconscientemente quizás buscaba huir de todo y del que me rescato, el recuerdo de tanta gente estupenda que había conocido en mi vida y que no me perdonarían haber tirado la toalla, hasta el final del partido y para eso todavía faltaba.
La escapada de esta tarde había sustituido a un Valium, medía cajetilla de nicotina y cinco tazas de café, ¡Buen record!, pensé; Tengo que volver por aquí.
Sé que aun a más de mil kilómetros como solíamos cantar en una canción de esa época y que fue la música y el estribillo con el que nos despedimos, probablemente para siempre aquel pequeño grupo de chicas de toda España, mis amigas me habían salvado la vida.
Su recuerdo, después de tantos años, me enriquece y me hace que lo aprecie. Si se pudiera materializar el sentimiento de la verdadera amistad yo le daría la textura y el valor de una porcelana fina, imperecedera.
El revivir aquellas escenas olvidadas en no se que rincón de mi alma, me había despertado de nuevo a la ilusión de luchar, de seguir.
Sí, seguiría..... Aunque a veces pareciera que nada tenía sentido.
También esos recuerdos me hicieron emprender la búsqueda de una de ellas Fuencisla Rueda Rodríguez: una segoviana, de ojos verdes, rasgados, y pelo corto, (la directora del centro, durante mi promoción).
Fuen sabia mezclarse con el alumnado, salía de paseo a veces, con las mayores y era la primera que conocía a nuestros pretendientes, era un poco como la hermana mayor de todas. Y era junto con Conchita Rodríguez y Lola Castaño, las monitoras que solían escaparse también fuera de hora al cuarto de las tertulias piratas, que os mencionaba antes.
Es todo tan especial cuando se es joven, se vive todo con tal intensidad que pareciera que en cada acto nos va la vida.
La experiencia, la madurez, te enseñan la paciencia. Y aun cuando los días y los años corren más cuando eres mayor, te das cuenta que todo es un poco relativo, que de todo puedes rectificar y tomar lección.
Que hay tiempo para todo, hasta para recomenzar, una y mil veces.

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